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ISSN 1989-4163

NUMERO 08 - DICIEMBRE 2009

 

Trayectorias

Juan Carlos Marzal

     Lourdes Santamaría se  escondió tras la barra a tiempo para esquivar las balas: tenía en ese momento la cafetera en la mano cuando uno de los chicos, el más alto y violento, se giró hacia ella apuntando mientras gritaba  como un alma enloquecida. No eran para ella ninguna de las dos balas: no lo era la primera, que voló a unos palmos sobre su cabeza y  se incrustó en la campana del extractor de humo produciendo un ruido metálico y seco; ni la segunda, que se coló por la ventanilla del pasa platos y fue a parar  al cráneo del Sr. Jake, dejándolo tumbado de medio cuerpo sobre la plancha encendida y con la cara aplastada junto a las hamburguesas chamuscadas. Tras  los disparos, como un eco inevitable, se oían  gritos, y entre ellos los suyos. La gente atemorizada se agachaba bajo las mesas, agazapada con  la cabeza entre los brazos, como un ovillo frágil; había un niño  con sus padres, almorzando contento después de haber visitado el zoo: le había servido hamburguesas y batidos: seguramente ese llanto ahogado que le llegaba sería el suyo, escondido en el regazo de su madre.  Lourdes no ocultó su cabeza entre sus brazos como hizo el resto: al oír los disparos sus manos, guiadas por un instinto, fueron a proteger su vientre.

 Luego sonó otro disparó y el estruendo de los cristales, y más gritos. Una bala, disparada desde fuera por un tirador de la swat, atravesó los cristales de los amplios ventanales de la cafetería y fue a parar al cuello del muchacho, destrozándole la yugular.  Lourdes asomó la cabeza lentamente y vio al chico tumbado frente a la barra,  llevándose las manos al cuello  parar detener inútilmente  los borbotones de sangre que teñían sus manos mientras  sus pies pataleaban contra el suelo como en un ataque epiléptico.

 Qué adulta es la muerte cuando le llega a un niño, pensó Lourdes Santamaría. Lloraba aunque ya conocía bien el color de la sangre,  y aún alguna vez tuvo que limpiarla, agachada, con el mismo trapo y cepillo con los que pulía cada día el suelo. Por eso partió de Cuernavaca, México, hace ya unos años, escapando del dolor de la pérdida: encontró un nuevo trabajo y alguien a quien querer sin el temor de perderlo.

 El otro chico, más joven y débil, mantenía la pistola con la mano temblorosa, apuntando hacia todos los lados. Dos días antes había cogido un arma  por primera vez. Las consiguió el otro y se fueron a practicar al monte, cerca de la vieja cabaña dónde su amigo se refugiaba: vaciaron un cargador contra unas calabazas a las que le habían pintado una cara con media sonrisa y una colilla colgando:  el eco de los disparos perdiéndose entre los árboles,  el placer de la explosión, el poder de la destrucción, el modo sencillo de liberar su rabia…todo le pareció excitante y aceptó, mientras sentía el cañón aún caliente entre sus manos, el plan que había urdido su amigo. 

Norman Jake no pensó nunca que iba acabar así. Llegó hace diez años a la ciudad imputado por algunos cargos que nunca se pudieron demostrar. Cambió de condado, se dejó la barba, engordó veinte quilos y logró remontar una cafetería de carretera después de haber fracasado en un negocio de venta de coches de segunda mano. En cuanto pudo se compró un anticuado Cadillac con  el que se paseaba algunas mañana por  los institutos para ver las faldas de las animadoras por las que sentía tanta devoción. Siempre le gustó la carne poco hecha pero nunca hubiera pensado que terminaría con la cara chamuscada sobre la plancha de su cafetería ni que el infierno, al que tantas  veces le habían enviado a la salida de los tribunales, tuviera el olor de su propia carne.

   Hubo unos segundos de espera y de silencio. Sólo se oía la voz jadeante del muchacho que se ocultaba  tras una columna del alcance de los policías. Sin fuerzas ya, fue bajando lentamente el arma y algunas cabezas comenzaron a asomarse cautelosas entre las mesas. En ese momento el cuerpo sin vida del cocinero arrojado sobre la plancha empezó a arder y desde la cocina se alzaron unas llamas. El chico, alarmado, levantó de nuevo el arma y al dirigir el cañón hacia las llamas se encontró con la cara  de Lourdes Santamaría. Vio su cara, regordeta y morena, y dejó la mirada clavada sobre sus ojos llorosos y de mirada compasiva. No quería dispararle aunque le apuntara, pero en esos momentos no era su voluntad la que controlaba el pulso de su dedo sobre el frágil gatillo. Se oyó una voz desde fuera, un policía hablando a través de un altavoz ordenándole que depusiera el arma. Los labios de Lourdes fueron despegándose lentamente midiendo cada pequeño movimiento:

-Baja el arma, chico –le dijo, aunque le hubiese gustado poderle llamar por su nombre. El chico lanzó una mirada a su alrededor: vio los cristales rotos, el miedo en las caras de la gente, la sangre esparcida, su compañero en el suelo sin vida.

-Baja el arma –le imploró –todo tiene solución –y al decirlo sus labios marcaron una sonrisa esperanzadora. El chico giro el arma, apoyó el cañón sobre su sien y, sin apartar sus ojos de Lourdes, disparó. La bala atravesó su cerebro, le salió por el oído y acabó incrustada en la pared de la columna.

Luego le asaltó un pitido ensordecedor, como si el arma hubiese detonado junto a su oído, en su mismo cerebro. Permaneció arrodillada tras la barra, con las manos sobre su vientre, protegiéndose entre el movimiento de la gente que entraba y salía entre gritos que ella no oía. Alguien le cogió del brazo y  empezó a agitarse, chillando. Sintió la necesidad de volver a su tierra, y a la vez recordó que era de dónde había huido y entonces sintió que se caía en un abismo. Mantuvo sus manos sobre su vientre porque tenía miedo a perder lo único que en esos momentos sentía con una fuerza violenta y desgarradora: la vida.

 
 

Trayectorias

 

 

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